
Ví pasar a un grupo de adolescentes.
Ellas perfectamente uniformadas, melenas enlacadas, escotes palabra de honor y peep toes recién estrenados. Ellos con traje y corbata y ese pelo tan extraño que al parecer se lleva ahora, como si un huracán feroz hubiese pasado a su lado, remedos modernos de Beatles desteñidos.
Y me pregunté qué hacían unos chavales quinceañeros con esas pintas paseando por el muro un viernes por la tarde. Hasta que caí en la cuenta de que se había acabado el Curso. Era época de graduaciones, de fiestas copiadas de cualquier película norteamericana, de birretes de mentira, de momentos de verdad.
Y lo entendí todo. Entendí que no tuviesen frío, que se riesen a gritos, que emanasen esa alegría de vivir, que caminasen seguros entre empujones y sonrisitas coquetas. Aspiré con avaricia su olor a esperanza y colonia cara y probablemente un atisbo de envidia y nostalgia se dibujó en mi alma y en mis ojos
Yo también me gradué. Yo también tuve una ceremonia y una fiesta con sabor a patatas fritas y Fanta de Naranja. Y me puse un gorro extraño y ajeno sobre mi melena perfecta de peluquería. Yo también fui a comprarme un vestido nuevo porque quería ser la más guapa de la tarde y me puse tacones por primera vez en mi vida.
Sentí la necesidad imperiosa de comprobar que yo también paseé un día con mis compañeros con esa misma aureola de felicidad imperecedera. Así que al volver a casa busqué en mi caja roja, la que atesora las fotos y las cartas de amor y las rosas secas y los recuerdos...
Y encontré los de aquél día.
Fotos en solitario, fotos en grupo, fotos con mis padres y mi hermana, con mis abuelos. Señales indelebles de que aquél día lejano en el tiempo no fue un sueño ni una quimera.
La beca que nos pusieron al cuello, como símbolo de nuestra madurez, la señal de que debíamos volar, de que los tiempos del Colegio se habían terminado, de que ya nadie nos protegería del mundo exterior. La cruz de ceniza que nos alejaba de la adolescencia, el camino de ladrillos amarillos hacia el país de los adultos.
Un boli grabado con nuestro nombre y la fecha exacta de aquel día, un diploma escrito a mano por el Padre J. para cada uno de nosotros...
Y un papel que ya no recordaba, doblado cuidadosamente. La fotocopia amarillenta de una fábula mecanografiada que me regaló el profesor de Literatura al despedirnos. Y una dedicatoria en tinta azul: Nunca dejes de brillar...
Cuenta la Leyenda, que una vez, una serpiente empezó a perseguir a una Luciérnaga; esta huía rápido con miedo de la feroz depredadora, y la serpiente no pensaba desistir.
Huyó un día, y ella no desistía, dos días y nada.....En el tercer día, ya sin fuerzas la Luciérnaga paro y dijo a la serpiente:
-Puedo hacerte tres preguntas???
-No acostumbro dar ese privilegio a nadie pero como te voy a devorar, puedes preguntar...
-¿Pertenezco a tu cadena alimenticia?
-No, contestó la serpiente....
-¿Yo te hice algún mal?
-No, volvió a responder
-Entonces, ¿Por qué quieres acabar conmigo?
-Porque no soporto verte brillar........!
Cuando esto pase a tí, no dejes de Brillar, continua siendo tu mismo, sigue dando lo mejor de ti, sigue haciendo lo mejor, no permitas que te lastimen, no permitas que te hieran, Sigue Brillando y No podrán tocarte....
porque tu Luz seguirá intacta!!!
Y pensé en mi viejo profesor, y en cuánto me gustaría no defraudarlo jamás. Porque quiero seguir brillando. Siempre. No quiero dejar de brillar.
DON MCLEAN / STARRY, STARRY NIGHT