
Ella ya no podía escribir cartas de amor. Intentaba encontrar las palabras, las emociones que la ayudaban a explicarle lo que sentía, lo que necesitaba, lo que añoraba...
Buscaba entre los restos del naufragio que se había producido sin remedio, pero no conseguía que de sus dedos brotase la magia para decirle que lo añoraba en las noches de frío...
Llevaba demasiado tiempo interpretando las señales que anunciaban que los sueños se habían escapado por la ventanta que ninguno de los dos creyó necesario cerrar. Se había repetido a sí misma muchas veces que era posible, que aquellos gestos de desgana imperceptibles no eran más que pequeñas heridas que el tiempo se encargaría de cerrar.
Se negaba a ver, a escuchar, a leer nada que no fuese el reflejo en el mar de las estrellas que todavía brillaban en un cielo condenado a desaparecer. Y se sentía tan tonta por haber creído, por haber cerrado los ojos a la realidad, por haber pensado que aquel cuento de princesas y fieras era algo más que un cuento...
Abrió los cajones de la memoria para intentar rescatar las sensaciones del olvido, pero los días y la distancia son enemigos implacables, son arrugas que se van instalando en el alma hasta darle la apariencia de una anciana que espera con parsimonia el final de sus días...
En el armario colgaban todavía los últimos vestigios del placer y las risas y las lágrimas, y los fue colocando con cuidado en su pequeña maleta. Dobló con mimo los instantes de locura y acarició con nostalgia las cartas apasionadas que él alguna vez le había escrito y que dormían en una caja roja, atadas con lazos de colores. Sonrió al ver los corazones que alguna vez dibujaron con tinta invisible, y en sus oídos volvió a sonar aquella canción que marcaría de modo inexorable el destino de aquel amor imposible.
Cuando no quedó más que el abrigo de la nostalgia flotando en el ropero de las ilusiones, se lo puso a pesar del calor que anunciaba el sol filtrándose por la ventana...
Sabía que a pesar de todo, sentiría frío. Recogió su pequeño equipaje y se fue despidiendo mentalmente de la casa en la que nunca llegó a habitar, de aquella habitación blanca llena de fantasmas, del sofá en el que una mañana vio un partido de baloncesto tan sola pero tan llena de él, de la cocina que aún olía a tarta de chocolate, de las plantas que regaba mientras lo esperaba con la cena encima de la mesa...
No quería irse, pero sabía que tenía que hacerlo y asumir su derrota.
Una vez más. Cerró la maleta, lanzó un beso al viento y empezó a caminar hacia su destino, hacia el lugar del que nunca debió marcharse...
Buscaba entre los restos del naufragio que se había producido sin remedio, pero no conseguía que de sus dedos brotase la magia para decirle que lo añoraba en las noches de frío...
Llevaba demasiado tiempo interpretando las señales que anunciaban que los sueños se habían escapado por la ventanta que ninguno de los dos creyó necesario cerrar. Se había repetido a sí misma muchas veces que era posible, que aquellos gestos de desgana imperceptibles no eran más que pequeñas heridas que el tiempo se encargaría de cerrar.
Se negaba a ver, a escuchar, a leer nada que no fuese el reflejo en el mar de las estrellas que todavía brillaban en un cielo condenado a desaparecer. Y se sentía tan tonta por haber creído, por haber cerrado los ojos a la realidad, por haber pensado que aquel cuento de princesas y fieras era algo más que un cuento...
Abrió los cajones de la memoria para intentar rescatar las sensaciones del olvido, pero los días y la distancia son enemigos implacables, son arrugas que se van instalando en el alma hasta darle la apariencia de una anciana que espera con parsimonia el final de sus días...
En el armario colgaban todavía los últimos vestigios del placer y las risas y las lágrimas, y los fue colocando con cuidado en su pequeña maleta. Dobló con mimo los instantes de locura y acarició con nostalgia las cartas apasionadas que él alguna vez le había escrito y que dormían en una caja roja, atadas con lazos de colores. Sonrió al ver los corazones que alguna vez dibujaron con tinta invisible, y en sus oídos volvió a sonar aquella canción que marcaría de modo inexorable el destino de aquel amor imposible.
Cuando no quedó más que el abrigo de la nostalgia flotando en el ropero de las ilusiones, se lo puso a pesar del calor que anunciaba el sol filtrándose por la ventana...
Sabía que a pesar de todo, sentiría frío. Recogió su pequeño equipaje y se fue despidiendo mentalmente de la casa en la que nunca llegó a habitar, de aquella habitación blanca llena de fantasmas, del sofá en el que una mañana vio un partido de baloncesto tan sola pero tan llena de él, de la cocina que aún olía a tarta de chocolate, de las plantas que regaba mientras lo esperaba con la cena encima de la mesa...
No quería irse, pero sabía que tenía que hacerlo y asumir su derrota.
Una vez más. Cerró la maleta, lanzó un beso al viento y empezó a caminar hacia su destino, hacia el lugar del que nunca debió marcharse...
JAMES BLUNT/ GOODBYE MY LOVER