Amor a primera vista. Cuando pisé por primera vez el Paseo de San Pedro me enamoré. Del lugar, del paisaje, de la magia y el misterio que se respira en ese lugar.
Llanes ocupa un lugar especial en mi corazón. Porque allí viví el mejor verano de mi vida. Y porque los demás veranos también han sido estupendos cada uno a su manera.
Tenía 17 años y aunque había estado muchas veces en Llanes nunca había subido al paseo...
Era la primera noche. Necesitábamos salir a desahogar el estrés de vernos rodeados de tanta miseria humana, la angustia de lo desconocido. Eramos jóvenes y sin embargo habían puesto en nuestras manos más responsabilidad de la que sin duda, podíamos afrontar.
A alguien se le ocurrió subir hasta allí antes de volver al Colegio. El alcohol y el sueño hacían más difícil subir aquellos interminables escalones... Tal vez fuese eso. El alcohol, la marihuana y el cansancio. Sólo se que a día de hoy, veinte años después recuerdo la sensación que me embargó al estar en aquel lugar iluminado por las primeras luces del amanecer. Y supe que había estado allí antes. O que quería haber estado antes. Y sobre todo, que allí quería quedarme para siempre.
Supe que es lugar donde quiero que duerma lo que quede de mí. Lo supe entonces y los hechos y aconteceres de aquel maravilloso verano me lo confirmaron.
En aquel instante sentí la vida besándome en la frente. Sentí que quedaban días brillantes por vivir, el sonido del mar, el olor a salitre y a algas...
De repente comenzó a brotar agua del suelo. Eran los aspersores que cada madrugada hacían posible que el verdor del césped no se marchitase. Como no podía ser de otro modo, yo estaba justo encima de uno. El agua me cubrió por completo, el pelo, la ropa...
Recuerdo que llevaba una camiseta blanca y que de repente sentí su mirada clavada en mis pezones, que se transparentaban a través de la delgada tela de algodón de la camiseta. Era mi compañero, el que el azar de unos papelitos blancos revueltos en una bolsa me había asignado para compartir los quince días que nos quedaban por delante. Lo había visto alguna vez por la Asamblea y sólo sabía que se llamaba Javier, aunque todos lo conocían por su apellido. Apenas habíamos cruzado unas palabras aquel día, ocupados en organizar nuestras cosas y sobre todo en organizar las cosas de Ana y Diego...
Aparté la mirada nerviosa. Entonces me cogió la mano y el resto del grupo nos imitó. Y así, en una hilera feliz y gritona, comenzamos a correr por el paseo buscando las gotas que manaban de los aspersores dispuestos a lo largo de aquella avenida verde de mar y piedra. Recibíamos cada chorro como una bendición, como un golpe de frío y humedad que ni siquiera así podía aplacar el calor de nuestros cuerpos y nuestras mentes obnubiladas por los pocos años, el alcohol y la maría.
Y se convirtió en costumbre y en rito. Cada noche, alguien se encargaba de mirar el reloj y recordarnos que era la hora de ir "a los aspersores". Y cada noche volvíamos al Colegio donde teníamos enclavado nuestro campamento, mojados y felices dispuestos a afrontar un día más. Y un día menos de aquel verano cálido, intenso e irremediablemente inolvidable...
DESIRELESS/ VOYAGE, VOYAGE
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