Acabo de secar las últimas gotas que resbalan por mi espalda. Hay pocas cosas que me gusten más que el placer de una ducha de agua muy caliente. Sí, ya se que es muy malo para la piel y para la circulación, pero detesto el agua fría.
Demoro remolonamente el momento de cerrar el agua, me recreo con el contacto del calor en mi piel y pienso en que en realidad flotar en el líquido amniótico debe ser algo parecido.
En días como hoy me gustaría estar todavía dentro de mi madre, durmiendo en esa cuna de piel y sangre, nadando ligera en ese océano de vida.
Me miro en el espejo mientras me seco y puedo ver el reflejo de una mujer cansada, las profundas ojeras que enmarcan mis ojos delatan que las noches sin dormir van haciendo huella en mi rostro, que el cansancio de tantos días de incertidumbre se han apoderado de mí sin piedad.
Sin embargo hoy me veo especialmente guapa. Es curioso. La melancolía siempre me ha embellecido, la delicada palidez de mi piel, los labios más rojos, la sombra negra de mi mirada (mujer ojerosa, mujer hermosa). Hay un halo de tenue tristeza que me envuelve como una manta protectora, cálida y segura...
Hoy a las cinco tengo una cita con la vida. Siento mariposas en el estómago y al mismo tiempo estoy sorprendentemente tranquila. Pase lo que pase, sea lo que sea no me rendiré.
Si es nada, respiraré feliz y pondré todo mi empeño en recuperar las riendas de mí misma. Si es todo, o algo, lucharé como he hecho siempre.
Soy dual, soy dos. Soy tremendamente frágil y al mismo tiempo tremendamente fuerte. Caigo con facilidad pero al mismo tiempo me levanto con el mismo ímpetu y decido que hay que seguir, siempre, siempre, siempre...
Tengo miedo y esperanza. Todo, algo, nada... La mujer rubia-castaña del espejo me devuelve la mirada y me sonríe como esa vieja amiga que te conoce mejor que nadie. A ella no puedo engañarla, soy yo, triste y pálida, y ojerosa y más delgada de lo que sería aconsejable.
La primavera está cerca. Nunca un invierno se me había hecho tan largo. Llegará la primavera y las flores, y los días más largos y el mar más en calma, y pasearé por la playa con los pies descalzos. Y llegará el verano, y el bullicio y los veraneantes fastidiosos que hacen suya la ciudad que no les pertenece. Y llegará el otoño y caerán las hojas, y volverá el invierno y la lluvia.
Pero primero tienen que florecer los árboles del parque... Y tengo que recoger mi desordenada habitación.
ENRIQUE URQUIJO Y ANTONIO VEGA/ DESORDENADA HABITACIÓN
Mis duchas de verano se han convertido en un minuto de jabón y agua fresca para librarme de la lejía que se adhiere a la piel en el charco de casa. La culpable, cómo no, la piscina comunitaria. En ella, pierdo la parte de los sueños que el agua de la ducha limpia todos los días fuera de la época estival. Ahora, en verano, he sustituido esos minutos interminables de relajación y orden practicados bajo un mar enorme de gotas cálidas salidas de la mega híper moderna alcachofa que corona la ducha, por una limpieza con cloro, que sólo lo hace con la piel, y nunca con las ideas. Baños que sirven para rechazar la melancolía y la tristeza que como losas se alojan en mi pequeña cabeza de niño no crecido, y que entre el griterío y las situaciones, la piscina en un lugar de juegos y esparcimiento que no invita al pensamiento ni a la meditación.
ResponderEliminarEn la ducha, ordeno las estanterías, o al menos les quito el polvo, y con dulzura me convenzo a mí mismo de que la felicidad me rodea por doquier. Me castigo insultándome a mí mismo puesto en la piel del psicoanalista que evidencia cómo los engranajes de mi cerebro no están bien ajustados, que la maquinaria neuronal y corazonal echa humo negro por todas partes. Soy feo. De espíritu y del resto, y no quiero tener más citas con la vida para no acabar de reventar esos piñones que parece me he empeñado en fastidiar. Fragilidad, debilidad, miedo. Lo único que siento a veces es angustia y nostalgia, o angustia debida a la nostalgia. Me siento flotando en la nada, sin sentimientos, sin preocupaciones, sin obligaciones (que las tengo). Como alguna vez me han dicho, en mi silencio soy destructor por naturaleza. Miserable tal vez es mi adjetivo más propio porque nado entre desdichas e infortunios.
Camino por el cielo, a muchos metros de altitud, y veo las cosas diminutas, ajenas, lejanas, resbalando bajo mis preciosos pies, allá abajo, lejos, muy lejos. Es difícil entenderme a mí mismo. No sé qué coños soy, ni a qué juego con la vida. O es que me he empeñado en ser un amargado. ¿Enfermo? Seguramente.