martes, 24 de marzo de 2009

CAFÉ AMARGO (AMORES IMPOSIBLES II)


.- Un café pequeño, corto y templado y un cruasán a la plancha por favor…


Llegó a la cafetería como un vendaval y sin buscar mesa se acercó a la barra. Tenía hambre y tenía prisa.

El camarero estaba plantado ante la cafetera y ella sin disimulo le miró el culo. Siempre se fijaba en los culos de los hombres no podía evitarlo.
Lo observó con descaro y le puso un notable, aunque podría subir la nota a buen seguro. Los pantalones negros de tergal no sientan bien y suelen hacer culo de torero.

De repente lo reconoció, aquella nariz inconfundible, la boca, las orejas, y sobre todo el lunar en la mejilla. Era él. O no, tal vez se confundía, tal vez era una confusión, demasiada casualidad. Había pasado tanto tiempo desde que lo había visto por última vez…

Intentó decirle algo, llamarlo por su nombre, recordarle que era ella, la misma que se había marchado hacía tanto tiempo de aquél pueblo pequeño y asfixiante sin promesas de futuro. Pero no lo hizo. Buscó atropelladamente la primera mesa vacía y encendió un cigarrillo, y sacó un montón de carpetas y fingió revisar papeles para que no se le notase que le temblaban las manos y el corazón, ni que no podía apartar los ojos de aquél hombre que maniobraba detrás de la barra.

Un café pequeño, corto y templado y un cruasán a la plancha.

Rememoró entonces aquel verano en que fueron novios. Aquél verano en que ella era más alta que él y sin embargo se moría por estar a su lado y sentir que con uno sólo de sus abrazos nada le daba miedo.

Los vio bañarse juntos en el rio. Recordó la turbación que le provocaba ver su pecho lampiño, sus piernas delgadas y fuertes al mismo tiempo, la espalda morena y el pelo lacio pegado sobre la frente. Aquella boca que besaba torpemente y aquellas manos que jugueteando desordenadamente debajo de su falda le hacían desear cosas que ni siquiera todavía conocía.


Volvió a mirarlo y pensó que el tiempo había sido benévolo con él. Habían pasado veinte años desde aquél último beso y sin embargo ella podía seguir viéndolo como aquel niño-hombre que aún permanecía en su memoria. El que recordaba todas y cada una de las noches desde aquel lejano día en que vio su silueta recortada sobre una loma, diciéndole adiós y enviando besos al viento.


Mientras seguía fingiendo leer, pensó en lo que le diría, en el modo en que se identificaría ante él. Imaginó su felicidad al reconocerla, imaginó un beso largo y cálido en los labios, imaginó el principio de una historia que esta vez sí, no se vería bruscamente interrumpida, el principio de un amor que les duraría hasta la vejez.

Se imaginó en su cama, desnuda y ofrecida, lo vio encima y debajo de ella, chupando, arañando, acariciando cada centímetro de su piel, lamiendo sus orejas con la avidez de un niño hambriento y penetrándola tan adentro que le hacía daño, sus piernas enredadas en una madeja de deseo y añoranza.

Lo imaginó abrazándola después del amor, diciéndole al oído palabras inventadas y susurros que sólo ellos dos entenderían, prometiéndole muy quedo que nunca más se separarían, que siempre estarían juntos y que se olvidarían de los años pasados y de las ausencias, para morir cogidos de la mano.

Lo vió colocar cuidadosamente el desayuno en la bandeja y se miró en el cristal. No era su mejor día, pero no importaba… Según se acercaba sentía que su corazón se escapaba del pecho, que le faltaban las fuerzas y quiso parecer tranquila y serena para que él no notase el terremoto que se había apoderado de su mente y de su cuerpo.

No lo vió aproximarse a la mesa tan ocupada estaba en sus ensoñaciones. Cuando lo tuvo delante se sintió culpable por tener sus pensamientos perdidos en otro cuerpo y otras vida, e intentó remedarlo colgándose de su cuello y dándole un beso apasionado con sabor a mentira, deseando con todas sus fuerzas que él no viese esa escena,

.- Póngame a mí lo mismo, por favor…

Esperaba que dijese algo mientras depositaba el café y el cruasán en la mesa. Tenía que reconocerla. Tenía que haberse percatado de que era ella, de que nada había cambiado. Después de todo, seguía siendo la misma. Dime algo, dime algo por Dios. Llámame por mi nombre, dime que todavía te acuerdas de mí y que no me has olvidado y yo me encargaré de que desaparezca todo este tiempo perdido, de ser la única mujer para siempre en tu vida, te juro que no habrá nada ni nadie después de ti…

Cuando él se dio la vuelta, sintió que un nudo se le atravesaba en el pecho y otro aún mayor en la garganta.

Detestaba el café sin azúcar, no soportaba aquél sabor árido y fuerte y siempre pedía dos sobres por si acaso. Los apartó con rabia y bebió el primer sorbo. No se le ocurría nada mejor que hacer para castigarse, para torturarse en ese momento, para olvidarse, para olvidar.

Tenía la esperanza de que cuando él regresase con el para mí lo mismo por favor, se obrase el milagro y llegasen por fin las palabras ansiadas.

Sin embargo no volvió. Lo vio a lo lejos manejar la cafetera y la plancha, y colocar las cosas en la bandeja, mientras susurraba algo al camarero que finalmente sirvió el pedido. Lo vio con la vista empañada, servirse algo que parecía whisky y bebérselo con fruición, como si nada hubiese pasado, como si ella no estuviese allí, como si a él los recuerdos se le hubiesen borrado y aquel verano se hubiese muerto en su corazón.

La boca se le llenó de sabor a café y dolor. Sintió en su lengua la pesadez de la desesperanza y el incipiente anuncio salado de las lágrimas.

Siguió acercando a sus labios a aquella taza llena de café sin azúcar, siguió bebiendo aquel café con sabor a amargura, con sabor a rabia y nostalgia, a pasados enterrados y futuros fusilados antes de nacer, mientras él en la barra apuraba el último trago de tristeza.


JOAQUÍN SABINA/ NACIDOS PARA PERDER



miércoles, 18 de marzo de 2009

EL RELOJ DE LA VIDA


Hace un rato me he encontrado en Begoña con mi viejo profesor de Dibujo. Aquel que fumaba Ducados en clase y nos organizaba excursiones a la playa para que pintásemos el mar…

Arrastraba una bombona de oxígeno en un pequeño carrito muy parecido al que yo utilizo para dejar un riñón y parte del otro en el Mercadona. Lo supe porque llevaba la goma enganchada en la nariz, y respiraba con dificultad. De lo contrario, habría dado por supuesto que andaba afanado en los recados de media tarde de los jubilados.

Se ha vuelto un ser entrañable, o así lo he visto yo hoy cuando se paró para saludarme. Lo encontré tan viejo, tan diminuto a mi lado, tan indefenso… que me inspiró esa ternura especial que no se por qué motivo me despiertan siempre los ancianos.

Lo cierto es que no tenía muchas ganas de conversación cuando me lo encontré, pero me llamó con su voz cascada por el tabaco- la misma que recuerdo gritándonos porque no éramos capaces de pillarle el truco a la perspectiva caballera- y no tuve más remedio que pararme a hablar con él.

.- Ay, Elenita, sigues tan guapa como siempre, me dijo.
.-Bah, Armando, eso es que me miras con buenos ojos, le contesté un poco roja, que a mí me dan mucha vergüenza esas cosas.

Y allí me tuvo más de diez minutos, interrogándome acerca de mi vida, de mi trabajo, de mi familia, de mis cosas…

Mientras hablaba con él recordé aquél día, el que motivó que durante tanto tiempo le guardase una animadversión sorda e indefinida. Yo tenía quince años, estaba en segundo de BUP lo recuerdo perfectamente.

Llegamos a clase después del recreo. Nos habíamos comido un pincho de tortilla sentados en un banco del parque, aquellos memorables pinchos de tortilla del Musgo, que sabían a gloria…

Me senté en mi mesa y me dispuse a sacar los carboncillos, el papel, el celo con el que pegábamos la lamina al caballete… y de repente lo ví.

Alguien había escrito en la pizarra: “Elena’s balls”, “Elena estás muy buena” y “Elena tienes las mejores tetas del Colegio”. Así todo seguido y en letras grandes y mayúsculas, unas letras que ocupaban toda la pizarra.

Quise morirme al leerlo. Sentí que me ponía roja como un tomate y me levanté inmediatamente muy digna y perfectamente consciente de que unos cuantos pares de ojos se clavaban en mis tetas, como para comprobar si lo que ponía en la pizarra era cierto.

Y le pedí al Armando permiso para borrar la pizarra. Pero el muy cabronazo no me dejó. Me dijo que me sentase y que me pusiese a trabajar… Y eso que lo había visto, cómo no iba a verlo si ocupaba todo el pizarrón. Lo había visto y sin embargo no me dejaba borrarlo. Le habría dado un par de bofetadas en aquél momento.

Así que me volví a mi pupitre roja, no ya sólo de vergüenza sino de rabia contenida y con las lágrimas atascadas en la garganta, como me sucede siempre que tengo que callarme y no puedo contestar.

Y así me pasé toda la hora, sin levantar la cabeza de aquel puñetero trozo de papel que manchurreé con saña y a propósito, jugándome el cero que lógicamente me gané…

No era justo que “aquello” estuviese escrito “allí” durante una hora. Sé que si hubiese tenido unos años más, tal vez me habría encantado, pero por aquel entonces todavía no me acababa de acostumbrar a mi cuerpo de mujer, detestaba mis curvas, y mis tetas y mi culo respingón… Detestaba tener que depilarme y el asedio de la regla todos los meses, y que siempre hubiese algún baboso que te soltase una barbaridad al pasar por cualquier esquina…

Sólo tenía quince años y después de aquél día me dediqué durante algún tiempo a ponerme camisas largas y flojas que tapasen mis tetas y mi culo para que nadie volviese a escribirme burradas en la pizarra, hasta que por fin un día acepté que irremediablemente yo era yo y todas mis consecuencias y que “estar tan bien hecha” como siempre me ha dicho con orgullo mi madre, tenía sus ventajas…

Cuando me despedí de él, y lo ví alejarse Begoña arriba con su carrito de oxígeno a cuestas, tuve la sensación de que habían pasado mil años desde aquél día. Y llevo toda la tarde colgada de la nostalgia y de la certeza de que el reloj de la vida pasa inexorablemente y sin detenerse ni un segundo, ni un puñetero segundo. Me parece increíble haber tenido quince años alguna vez...
PARAÍSO/ PARA TÍ

martes, 17 de marzo de 2009

LA CORUÑA

Cuando M. se marchó se nos vino un poco el mundo encima. Ya sabíamos que desde siempre quería ser arquitecta y que aquí no había Escuela… Así que tuvo que marcharse a La Coruña.

Cuánto lloramos el día antes, en aquella cena de despedida… De algún modo estábamos celebrando no sólo su despedida, sino el hecho de que a partir de ahora cada uno seguiría su camino. Ya no tendríamos el Colegio como referente, como ese cielo protector que nos unía cada día, que nos mantenía juntos y de algún modo seguros todavía ante los avatares de la vida.

Comenzaba nuestra etapa de universitarios y eso suponía inevitables despedidas y eternas promesas de que nuestra amistad no se rompería jamás…

Yo conocía la ciudad porque mis padres son unos enamorados de Galicia y había pasado allí un montón de veranos. Aunque solíamos ir al Grove o a Sanxenxo, La Coruña era visita obligada en cada uno de nuestros viajes.

El reloj floral, Los Cantones, la Torre de Hércules, la plaza de María Pita… están inevitablemente ligados a mis mejores recuerdos, a aquellos veranos en los que mi hermana y yo hacíamos el equipaje de nuestras Nancys y las llevábamos a todos los sitios con nosotras como pequeñas mamás en potencia…

Sin embargo, cuando empezamos a ir a visitar a Merce, la ciudad cobró otra dimensión para mí. El Latino, la zona de vinos, aquella discoteca en la playa cuyo nombre no consigo recordar, los carajillos con nata en El Tranvía, la Calle Real, el Garufa…

No nos caían bien sus compañeros de piso que eran también sus compañeros de clase. Imagino que nosotros tampoco a ellos… siempre he pensado que los arquitectos son de lo más presuntuoso y aquellos aprendices lo eran todavía más, o así nos lo parecía a nosotros. Tan pretendidamente modernos, tan bohemios, tan alternativos… Claro que ellos nos veían como unos pijos insoportables, estoy segura.

De todos modos, intentábamos tolerarnos mutuamente y las rencillas y los prejuicios solían desaparecer a la tercera copa. Entonces llegaban las risas y la complicidad, las bromas y las noches salvajes en aquella ciudad llena de vida, o en Santiago o en Vigo si se terciaba… Y al día siguiente, hechos polvo volvíamos a casi ni saludarnos por el pasillo de aquel piso de estudiantes viejo y destartalado, atestado de gente durante unos días, hasta que llegaba la noche y volvíamos a ser todos amigos inseparables.

Si nos quedábamos en Coruña siempre acabábamos las noches en Soweto, una especie de antro oscuro que no recuerdo muy bien, quizás porque a aquellas horas el alcohol ya había hecho de las suyas…

Sin embargo recuerdo aquella noche perfectamente, aquella noche y la canción que comenzó a sonar…

Yo sabía que le gustaba, y él a mí también, me atraía físicamente, me excitaba su voz ronca y profunda, aquel culo perfecto y aquella nuez besable y comestible… Sin embargo me hacía la remolona porque no me caía bien, me parecía un poco pedante y un poco chulo, aunque tenía motivos para serlo porque es uno de los hombres más guapos que he conocido en mi vida. Sabía que le gustaba y lo puteaba un poco, es cierto, pero en el fondo yo creo que a los dos nos gustaba aquel juego de miraditas y desplantes, de deseo contenido.

Estábamos hablando con el vaso en una mano y un cigarrillo en la otra. Yo apoyada en la pared y él enfrente de mí… Recuerdo que tenía que ponerme de puntillas para llegar a su oído y hablarle, y que él tenía que agacharse cuando me contestaba, tal era el estruendo de la música y la gente disfrutando de los últimos estertores de la noche.

Y en el momento en que empezó a susurrarme esta canción al oído perdí el control, lo reconozco…
LOS APÓSTOLES/ GATITA ZALAMERA




miércoles, 11 de marzo de 2009

TRISTEZA ON THE ROCKS (AMORES IMPOSIBLES I)


.- Un café pequeño, corto y templado y un cruasán a la plancha por favor…


Llegó a la cafetería como un vendaval y sin buscar mesa se acercó a la barra. Tenía hambre y tenía prisa.

El camarero estaba plantado ante la cafetera y ella sin disimulo le miró el culo. Siempre se fijaba en los culos de los hombres no podía evitarlo.
Lo observó con descaro y le puso un notable, aunque podría subir la nota a buen seguro. Los pantalones negros de tergal no sientan bien y suelen hacer culo de torero.

Cuando el camarero se dio la vuelta para atender la petición sintió que algo se le atravesaba en el pecho. Era ella. La última vez que se habían visto tenían catorce años, no podía olvidarlo como no podía olvidar aquél último beso que se dieron a escondidas, antes de que ella se marchase con sus padres a la capital para nunca más volver a aquél pueblo que se asfixiaba en soledades y ausencias.

Intentó dedicarle una de sus mejores sonrisas con la esperanza de que ella lo reconociese. Pero cuando quiso darse cuenta ya se había sentado en la mesa del fondo, y revisaba papeles mientras fumaba un cigarrillo que la hacía aún más bella a sus ojos, toda envuelta en una niebla de nicotina, un velo de humo que la transformaba en una visión perfecta.

Un café pequeño, corto y templado y un cruasán a la plancha.

Recordó entonces aquel verano en que fueron novios. Aquel verano en que ella le sacaba todavía un palmo en estatura, en que ella era ya una mujer mientras él todavía seguía siendo un niño con voz aflautada y una ligera pelusilla en el bigote como único anuncio del imponente hombre en el que luego se convertiría.

Los vió bañarse juntos en el rio. Recordó la turbación que le provocaba verla con aquel biquini, la curva de su cintura, los pechos pequeños y duros, los muslos morenos salpicados de gotitas como de miel, la delicada hendidura del ombligo, el pelo mojado resbalando sensualmente por su espalda. Después, cuando volvía a casa, la veía otra vez en sus sueños y se despertaba con las sábanas humedecidas por el deseo irrefrenable de hacer con ella algo que todavía no sabía muy bien lo que era.

Volvió a mirarla y pensó que el tiempo había sido benévolo con ella. Habían pasado veinte años desde aquél último beso y sin embargo él la seguía viendo como aquella niña-mujer que aún permanecía en su memoria. La que recordaba todas y cada una de las noches desde aquel lejano día en que la vio perderse dentro de un coche negro cargado de maletas.

Mientras el cruasán se tostaba en la plancha, pensó en lo que le diría, en el modo en que se identificaría ante ella. Imaginó su sonrisa blanca al reconocerle, imaginó un beso largo y cálido en los labios, imaginó el principio de una historia que esta vez sí, no se vería bruscamente interrumpida, el principio de un amor que les duraría hasta la vejez.

La imaginó en su cama, desnuda y ofrecida, mientras él besaba aquellos pechos, aquel ombligo, aquella espalda, aquellos muslos que habían sido el motivo de las miradas reprobadoras de su madre y la vergüenza de ver todos los días unas sábanas tendidas al sol.

Se imaginó abrazándola después del amor, aprisionándola muy fuerte, llorando de felicidad por haberla recuperado para siempre y de miedo por volver a perderla. Le besaría el pelo, el cuello, las orejas, y le susurraría muy quedo las más bonitas palabras de amor, las que llevaba guardando para ella sin esperanza durante tantos años…

Colocó cuidadosamente el desayuno en la bandeja y se miró en el espejo. Según se acercaba sentía que su corazón se escapaba del pecho y pensó y se rogó a sí mismo templanza para no resbalar, para no tropezar, para parecer sereno cuando se acercase y la llamase por su nombre.

No lo vió aproximarse a la mesa tan ocupado estaba en sus ensoñaciones. Alcanzó sin embargo a ver cómo ella se colgaba de su cuello y lo besaba apasionadamente en la boca. Alcanzó a ver la mano de él rozando la cintura de ella para después sentarse a su lado y susurrarle algo al oído provocando su risa, la misma risa de aquel verano, la misma risa que aún hoy lograba escuchar si cerraba los ojos.

.- Póngame a mí lo mismo, por favor…

El buscó desesperadamente la mirada de ella mientras depositaba el café y el cruasán en la mesa, tenía que reconocerlo. Después de todo, seguía siendo el mismo. Mírame, mírame por Dios. Mírame y yo me encargaré de que te olvides de este imbécil que te besa como yo quisiera besarte, que te tiene como yo querría tenerte. Mírame, te lo suplico y envejeceremos juntos. Te lo prometo…

Volvió a la barra tragándose las lágrimas.

No podían beber alcohol en jornada de trabajo. Sin embargo cogió la botella de whisky y se sirvió más de los tres dedos de rigor mientras el hilo crujía al contacto con el líquido caliente y ambar. No se le ocurría nada mejor que hacer para olvidarse, para olvidar.

Tenía que servir lo mismo al hombre que le había arrebatado a su sueño y se sintió incapaz de moverse, supo que no tendría fuerzas para volver a aquella mesa, para volver a sentir el dolor del olvido y de la indiferencia.

La boca se le llenó con sabor a madera y amargura. Sintió en su lengua la pesadez de la desesperanza y el incipiente anuncio salado de las lágrimas.

Nuevamente echó un trago y supo que se estaba bebiendo un cóctel de incertidumbre y desamor, de dolor y rabia, de melancolía y ausencia. Una copa de tristeza on the rocks…
LARA FABIAN/ PERDERE L'AMORE

lunes, 9 de marzo de 2009

MIEDO A VOLAR


Ella odia volar. Pero no sabe en qué momento empezó a tener miedo.

Antes no. Antes le parecía una aventura fascinante y se deleitaba con los preliminares, el embarque, el café sin sabor antes de salir, el bullicio del aeropuetro, el rugido de los aviones, los números amarillos en el panel y la voz gangosa de la azafata anunciando salidas y llegadas.

Antes volaba en ventanilla para ver las nubes y el perfil de la costa abrupta y magnífica recortarse al despegar y al aterrizar. Ahora no. Ahora pide interior y si por ella fuese pediría no tener que hacerlo nunca.

Hoy viaja sola como casi siempre. Y tiene miedo, como siempre.

Cuando el chavalillo joven con cara de niño comienza a explicar el funcionamiento de los chalecos salvavidas y las mascarillas de oxígeno ella nota que el corazón quiere escapársele del pecho. Quiere que termine ya, que no siga explicando dónde están las salidas de emergencia, que no diga nada, que se calle…

Las turbulencias zarandean el pequeño avión como si de una cometa se tratase. Y ella empieza a llorar. Es un llanto suave, contenido, un par de lágrimas le resbalan por las mejillas y ella se las arranca a manotazos, casi con rabia. No quiere que la vean llorar, no quiere demostrar que tiene miedo, que está asustada… Quiere bajarse, quiere salir de allí, y piensa que todavía le queda por lo menos media hora de viaje…

Se aferra a los brazos del sillón con fuerza y cierra los ojos, y espera a que se acabe, a que pase y se maldice por haber contratado un viaje barato que supone un avión pequeño y tal vez viejo y tal vez con fallos y tal vez y tal vez y tal vez…

Entonces el hombre que viaja a su lado le coge la mano. No dice nada. El primer impulso de ella es soltarse, pero no lo hace.
Es una mano grande, fuerte y tibia. Y el contacto de esa mano y de esa piel suave y rugosa al mismo tiempo han conseguido que su atropellado corazón se calme un poquito.

Ella lo mira y se encuentra con un rostro de facciones suaves y amables que le dedica una sonrisa tan tierna como no ha visto jamás.

Ninguno de los dos dice nada. Ella musita, no me sueltes por favor y después aparta la mirada porque es consciente de lo ridículo de la situación. Pero le da igual.

El chavalillo con cara de niño pasa ofreciendo cafés y golosinas y refrescos y los mira agarrados de la mano, la de él encima de la de ella, pequeña y con las uñas mordidas con esmero para que no se note demasiado ese vicio inconfesable, tapándola casi por completo.
El chavalillo piensa que son dos amantes, o dos esposos o dos novios que a pesar de los años todavía se quieren y no se resisten a dedicarse muestras de amor en público. Y les sonríe con condescendencia.

Ella no dice nada ni es capaz de devolverle la sonrisa al amable azafato. El… no puede saberlo porque sabe que si le mira a la cara soltará esa mano desconocida por puro pudor, y están a punto de aterrizar y lo que más miedo le da a ella es aterrizar y, y…

.-Ya estamos llegando, susurra él como para sí mismo.

Y mientras aterrizan ella cambia la posición de su mano y se aferra a la de él como una niña pequeña que teme perderse. La aprieta con fuerza mientras el avión va descendiendo escalonadamente hasta tomar tierra.

Entonces ella se deshace de esa mano protectora que la ha acompañado y protegido y siente que extraña su calor.

Se miran y ella le dedica una sonrisa nerviosa y tímida.

.- Gracias, gracias, yo, yo… tengo miedo a volar, se me nota no?

.- Ha sido un placer. Yo también tengo miedo, no te creas. Pero no te lo dije para no preocuparte.

.- Pues, pues… hasta otro día entonces. Hasta siempre. Y gracias otra vez.

.- Hasta otro día. Y para gracias las tuyas, tonta…

Ella busca su bolso y su maletín y sale atropelladamente del avión mientras nota la mirada de él clavada sobre su nuca.

Necesita fumar un cigarrillo y sin embargo aún le queda esperar por el equipaje. Busca desesperadamente uno de los puntos con humo para por lo menos poder disfrutar de un par de caladas que la alivien, que le llenen los pulmones de humo y nicotina.

Y mientras fuma lo ve allí parado ante la cinta transportadora.

Y piensa que esperará a que él se vaya para salir y recoger su maleta porque si se acerca, si vuelve a mirarle de nuevo a los ojos, tal vez no pueda resistir la tentación de pedirle que la tome de nuevo de la mano y no la suelte jamás.


Madrid, 4 de febrero de 2008

AEROSMITH/ FLY AWAY FROM HERE


domingo, 8 de marzo de 2009

SIEMPRE EN DOMINGO

Tardes de domingo que detesto. Inexplicablemente me evocan melancolía, siempre ha sido así desde que recuerdo.
Borraría las tardes de domingo del calendario del tiempo. Me gustan las mañanas, la pereza del sueño, el desayuno pausado leyendo el periódico, la bendita rutina del vermut con los amigos. No hay prisas, no hay que salir corriendo con el tiempo justo al trabajo o el Cole, sólo vivir el momento y pensar que todavía es domingo por la mañana.
Sin embargo, justo después de comer, me agobia un sentimiento que no sabría explicar... Tristeza, nostalgia, desgana, apatía...
En pocas ocasiones puedo permitirme una tarde de domingo en el sofá. Hoy me la he regalado con la disculpa de mi reciente convalecencia.
Sola en casa, mi sofá, mi mantita de cuadros y mi mp4 cargado para la ocasión.
Pablo Milanés y Silvio, siempre Silvio.
Lágrimas de tristeza y sonrisas de esperanza. Tapo mi nariz y siento la suavidad de la lana, la enrollo en mis pies para que no se me escape si me quedo dormida (nunca he podido dormir con los pies destapados) y me dejo llevar por la música, por el silencio, por la soledad elegida, por el sol que entra por la ventana, por la tibieza de la estancia.
Escucho esta canción con un nudo en la garganta y suavemente me quedo dormida. No es un sueño profundo, oigo, veo, siento lo que pasa a mi alrededor que en realidad es nada. Me envuelvo en la manta como una momia de andar por casa, me he destapado y tengo frío, la punta de la nariz helada y los pies ateridos a pesar de los calcetines.
Y vuelvo a cerrar los ojos y pienso que mañana será lunes, afortunadamente...
PABLO MILANES Y SILVIO RODRIGUEZ/ EL BREVE ESPACIO EN QUE NO ESTÁS


lunes, 2 de marzo de 2009

PEQUEÑA HISTORIA DE MÍ



Nací hace 38 años en una cama de castaño claro de la casa de mis abuelos maternos. Vine al mundo en sustitución de una niña que nació un año antes que yo, y que por fatalidades de la vida se murió al mes de nacer.

Recuerdo desde siempre un portarretratos de plata con la foto de un bebé en blanco y negro, presidiendo el salón de mi casa. Y recuerdo desde siempre cómo mi madre me contaba todo lo que había sufrido con la pérdida de su pequeña, y cómo yo había sido el bálsamo que había curado todas sus heridas. De algún modo desde que nací me hicieron responsable de su felicidad, la sustituta de aquél bebé que se fue

También yo estuve a punto de morirme siendo una niña. Al parecer una dosis fatal y equivocada de un médico, para remediar una fiebre alta…

Igualmente he escuchado esa historia muchas veces. Cómo de repente se me hundieron los huesos de la cabecita y quedé como muerta en los brazos de mi abuela. Cómo mi padre quedó tan paralizado que no pudo ni coger el coche, y cómo una vecina, sin tener todavía el carnet de conducir me llevó a toda prisa al sanatorio más cercano acompañada por mi madrina, ya que mi madre tampoco tuvo fuerzas para ir conmigo.

Al parecer me pusieron una inyección y los médicos dijeron que era cuestión de horas, que el desenlace podía ser fatal pero que también había posibilidades de que sobreviviese.

Y aquí estoy. Le gané la batalla a la vida, y creo que desde entonces no he dejado de luchar. Pienso que de algún modo las experiencias vitales te marcan profundamente, y que todo lo que ocurre en tu niñez deja un sello indeleble en lo que será tu vida adulta.

Nací en la familia equivocada. El destino me regaló ser extremadamente sensible y extremadamente cariñosa, soy dulce por naturaleza, un ser achuchable como dicen por ahí (a pesar de mi mal genio). Y sin embargo, crecí rodeada de frialdad. No recuerdo besos de buenas noches ni abrazos espontáneos, ni mimos ni palabras a media lengua… tan sólo mi abuela sabía lo que necesitaba, lo sabía porque era como yo. Sin embargo se murió cuando yo tenía catorce años, y me dejó sin la ternura, esa que forma parte de mí y que necesito para vivir, para respirar…

Siempre he pensado que esa actitud de mis padres, esa distancia entre ellos y yo, esa falta de gestos de cariño, fue propiciada no sólo por su forma de ser, sino que se trató más bien de un mecanismo de autodefensa para no sufrir tanto si me perdían a mí también.

Así pues, me acostumbré a pensar que la extraña era yo. Y para protegerme de mí misma, tomé la costumbre de encerrarme en mí, de no hablar, de no pedir, de no gritar a los cuatro vientos lo que necesito cuando siento que nadie me responde, cuando el miedo a que no me quieran se apodera de mí. Sólo silencio. Como una armadura artificial, como un caparazón de mentira, que sólo me lleva a engañarme a mí misma cuando me repito que no importa, que da igual, que la extraña soy yo.


Las hadas madrinas que vienen a visitarte cuando naces, me regalaron además la apariencia de una hembra de rompe y rasga, y para rematar me imantaron por completo y me dotaron de ese “no se qué” que dicen que tengo.

Me educaron para ser fuerte y valiente y decidida. Y eso es lo que parezco, y lo que soy. Una mujer tremenda probablemente. Es lo que he oído siempre, Elena, eres tremenda...


Pero también soy frágil y vulnerable, sigo siendo esa niña pequeña que tiene miedo por las noches, que sabe hablar el lenguaje de las nenesinas a la perfección, porque en realidad nunca ha dejado, nunca ha querido, nunca ha podido dejar de serlo.
Y aquí estamos las dos. La mujer Elena y la niña Elena. Tremenda, Mylady, qué mas da cómo se llamen, escribiendo un trozo, una pequeña historia de mí...


ANTONY AND THE JOHNSONS/ MY LADY STORY