martes, 17 de marzo de 2009

LA CORUÑA

Cuando M. se marchó se nos vino un poco el mundo encima. Ya sabíamos que desde siempre quería ser arquitecta y que aquí no había Escuela… Así que tuvo que marcharse a La Coruña.

Cuánto lloramos el día antes, en aquella cena de despedida… De algún modo estábamos celebrando no sólo su despedida, sino el hecho de que a partir de ahora cada uno seguiría su camino. Ya no tendríamos el Colegio como referente, como ese cielo protector que nos unía cada día, que nos mantenía juntos y de algún modo seguros todavía ante los avatares de la vida.

Comenzaba nuestra etapa de universitarios y eso suponía inevitables despedidas y eternas promesas de que nuestra amistad no se rompería jamás…

Yo conocía la ciudad porque mis padres son unos enamorados de Galicia y había pasado allí un montón de veranos. Aunque solíamos ir al Grove o a Sanxenxo, La Coruña era visita obligada en cada uno de nuestros viajes.

El reloj floral, Los Cantones, la Torre de Hércules, la plaza de María Pita… están inevitablemente ligados a mis mejores recuerdos, a aquellos veranos en los que mi hermana y yo hacíamos el equipaje de nuestras Nancys y las llevábamos a todos los sitios con nosotras como pequeñas mamás en potencia…

Sin embargo, cuando empezamos a ir a visitar a Merce, la ciudad cobró otra dimensión para mí. El Latino, la zona de vinos, aquella discoteca en la playa cuyo nombre no consigo recordar, los carajillos con nata en El Tranvía, la Calle Real, el Garufa…

No nos caían bien sus compañeros de piso que eran también sus compañeros de clase. Imagino que nosotros tampoco a ellos… siempre he pensado que los arquitectos son de lo más presuntuoso y aquellos aprendices lo eran todavía más, o así nos lo parecía a nosotros. Tan pretendidamente modernos, tan bohemios, tan alternativos… Claro que ellos nos veían como unos pijos insoportables, estoy segura.

De todos modos, intentábamos tolerarnos mutuamente y las rencillas y los prejuicios solían desaparecer a la tercera copa. Entonces llegaban las risas y la complicidad, las bromas y las noches salvajes en aquella ciudad llena de vida, o en Santiago o en Vigo si se terciaba… Y al día siguiente, hechos polvo volvíamos a casi ni saludarnos por el pasillo de aquel piso de estudiantes viejo y destartalado, atestado de gente durante unos días, hasta que llegaba la noche y volvíamos a ser todos amigos inseparables.

Si nos quedábamos en Coruña siempre acabábamos las noches en Soweto, una especie de antro oscuro que no recuerdo muy bien, quizás porque a aquellas horas el alcohol ya había hecho de las suyas…

Sin embargo recuerdo aquella noche perfectamente, aquella noche y la canción que comenzó a sonar…

Yo sabía que le gustaba, y él a mí también, me atraía físicamente, me excitaba su voz ronca y profunda, aquel culo perfecto y aquella nuez besable y comestible… Sin embargo me hacía la remolona porque no me caía bien, me parecía un poco pedante y un poco chulo, aunque tenía motivos para serlo porque es uno de los hombres más guapos que he conocido en mi vida. Sabía que le gustaba y lo puteaba un poco, es cierto, pero en el fondo yo creo que a los dos nos gustaba aquel juego de miraditas y desplantes, de deseo contenido.

Estábamos hablando con el vaso en una mano y un cigarrillo en la otra. Yo apoyada en la pared y él enfrente de mí… Recuerdo que tenía que ponerme de puntillas para llegar a su oído y hablarle, y que él tenía que agacharse cuando me contestaba, tal era el estruendo de la música y la gente disfrutando de los últimos estertores de la noche.

Y en el momento en que empezó a susurrarme esta canción al oído perdí el control, lo reconozco…
LOS APÓSTOLES/ GATITA ZALAMERA




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