miércoles, 11 de marzo de 2009

TRISTEZA ON THE ROCKS (AMORES IMPOSIBLES I)


.- Un café pequeño, corto y templado y un cruasán a la plancha por favor…


Llegó a la cafetería como un vendaval y sin buscar mesa se acercó a la barra. Tenía hambre y tenía prisa.

El camarero estaba plantado ante la cafetera y ella sin disimulo le miró el culo. Siempre se fijaba en los culos de los hombres no podía evitarlo.
Lo observó con descaro y le puso un notable, aunque podría subir la nota a buen seguro. Los pantalones negros de tergal no sientan bien y suelen hacer culo de torero.

Cuando el camarero se dio la vuelta para atender la petición sintió que algo se le atravesaba en el pecho. Era ella. La última vez que se habían visto tenían catorce años, no podía olvidarlo como no podía olvidar aquél último beso que se dieron a escondidas, antes de que ella se marchase con sus padres a la capital para nunca más volver a aquél pueblo que se asfixiaba en soledades y ausencias.

Intentó dedicarle una de sus mejores sonrisas con la esperanza de que ella lo reconociese. Pero cuando quiso darse cuenta ya se había sentado en la mesa del fondo, y revisaba papeles mientras fumaba un cigarrillo que la hacía aún más bella a sus ojos, toda envuelta en una niebla de nicotina, un velo de humo que la transformaba en una visión perfecta.

Un café pequeño, corto y templado y un cruasán a la plancha.

Recordó entonces aquel verano en que fueron novios. Aquel verano en que ella le sacaba todavía un palmo en estatura, en que ella era ya una mujer mientras él todavía seguía siendo un niño con voz aflautada y una ligera pelusilla en el bigote como único anuncio del imponente hombre en el que luego se convertiría.

Los vió bañarse juntos en el rio. Recordó la turbación que le provocaba verla con aquel biquini, la curva de su cintura, los pechos pequeños y duros, los muslos morenos salpicados de gotitas como de miel, la delicada hendidura del ombligo, el pelo mojado resbalando sensualmente por su espalda. Después, cuando volvía a casa, la veía otra vez en sus sueños y se despertaba con las sábanas humedecidas por el deseo irrefrenable de hacer con ella algo que todavía no sabía muy bien lo que era.

Volvió a mirarla y pensó que el tiempo había sido benévolo con ella. Habían pasado veinte años desde aquél último beso y sin embargo él la seguía viendo como aquella niña-mujer que aún permanecía en su memoria. La que recordaba todas y cada una de las noches desde aquel lejano día en que la vio perderse dentro de un coche negro cargado de maletas.

Mientras el cruasán se tostaba en la plancha, pensó en lo que le diría, en el modo en que se identificaría ante ella. Imaginó su sonrisa blanca al reconocerle, imaginó un beso largo y cálido en los labios, imaginó el principio de una historia que esta vez sí, no se vería bruscamente interrumpida, el principio de un amor que les duraría hasta la vejez.

La imaginó en su cama, desnuda y ofrecida, mientras él besaba aquellos pechos, aquel ombligo, aquella espalda, aquellos muslos que habían sido el motivo de las miradas reprobadoras de su madre y la vergüenza de ver todos los días unas sábanas tendidas al sol.

Se imaginó abrazándola después del amor, aprisionándola muy fuerte, llorando de felicidad por haberla recuperado para siempre y de miedo por volver a perderla. Le besaría el pelo, el cuello, las orejas, y le susurraría muy quedo las más bonitas palabras de amor, las que llevaba guardando para ella sin esperanza durante tantos años…

Colocó cuidadosamente el desayuno en la bandeja y se miró en el espejo. Según se acercaba sentía que su corazón se escapaba del pecho y pensó y se rogó a sí mismo templanza para no resbalar, para no tropezar, para parecer sereno cuando se acercase y la llamase por su nombre.

No lo vió aproximarse a la mesa tan ocupado estaba en sus ensoñaciones. Alcanzó sin embargo a ver cómo ella se colgaba de su cuello y lo besaba apasionadamente en la boca. Alcanzó a ver la mano de él rozando la cintura de ella para después sentarse a su lado y susurrarle algo al oído provocando su risa, la misma risa de aquel verano, la misma risa que aún hoy lograba escuchar si cerraba los ojos.

.- Póngame a mí lo mismo, por favor…

El buscó desesperadamente la mirada de ella mientras depositaba el café y el cruasán en la mesa, tenía que reconocerlo. Después de todo, seguía siendo el mismo. Mírame, mírame por Dios. Mírame y yo me encargaré de que te olvides de este imbécil que te besa como yo quisiera besarte, que te tiene como yo querría tenerte. Mírame, te lo suplico y envejeceremos juntos. Te lo prometo…

Volvió a la barra tragándose las lágrimas.

No podían beber alcohol en jornada de trabajo. Sin embargo cogió la botella de whisky y se sirvió más de los tres dedos de rigor mientras el hilo crujía al contacto con el líquido caliente y ambar. No se le ocurría nada mejor que hacer para olvidarse, para olvidar.

Tenía que servir lo mismo al hombre que le había arrebatado a su sueño y se sintió incapaz de moverse, supo que no tendría fuerzas para volver a aquella mesa, para volver a sentir el dolor del olvido y de la indiferencia.

La boca se le llenó con sabor a madera y amargura. Sintió en su lengua la pesadez de la desesperanza y el incipiente anuncio salado de las lágrimas.

Nuevamente echó un trago y supo que se estaba bebiendo un cóctel de incertidumbre y desamor, de dolor y rabia, de melancolía y ausencia. Una copa de tristeza on the rocks…
LARA FABIAN/ PERDERE L'AMORE

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