.- Un café pequeño, corto y templado y un cruasán a la plancha por favor…
Llegó a la cafetería como un vendaval y sin buscar mesa se acercó a la barra. Tenía hambre y tenía prisa.
El camarero estaba plantado ante la cafetera y ella sin disimulo le miró el culo. Siempre se fijaba en los culos de los hombres no podía evitarlo.
Lo observó con descaro y le puso un notable, aunque podría subir la nota a buen seguro. Los pantalones negros de tergal no sientan bien y suelen hacer culo de torero.
De repente lo reconoció, aquella nariz inconfundible, la boca, las orejas, y sobre todo el lunar en la mejilla. Era él. O no, tal vez se confundía, tal vez era una confusión, demasiada casualidad. Había pasado tanto tiempo desde que lo había visto por última vez…
Intentó decirle algo, llamarlo por su nombre, recordarle que era ella, la misma que se había marchado hacía tanto tiempo de aquél pueblo pequeño y asfixiante sin promesas de futuro. Pero no lo hizo. Buscó atropelladamente la primera mesa vacía y encendió un cigarrillo, y sacó un montón de carpetas y fingió revisar papeles para que no se le notase que le temblaban las manos y el corazón, ni que no podía apartar los ojos de aquél hombre que maniobraba detrás de la barra.
Un café pequeño, corto y templado y un cruasán a la plancha.
Rememoró entonces aquel verano en que fueron novios. Aquél verano en que ella era más alta que él y sin embargo se moría por estar a su lado y sentir que con uno sólo de sus abrazos nada le daba miedo.
Los vio bañarse juntos en el rio. Recordó la turbación que le provocaba ver su pecho lampiño, sus piernas delgadas y fuertes al mismo tiempo, la espalda morena y el pelo lacio pegado sobre la frente. Aquella boca que besaba torpemente y aquellas manos que jugueteando desordenadamente debajo de su falda le hacían desear cosas que ni siquiera todavía conocía.
Volvió a mirarlo y pensó que el tiempo había sido benévolo con él. Habían pasado veinte años desde aquél último beso y sin embargo ella podía seguir viéndolo como aquel niño-hombre que aún permanecía en su memoria. El que recordaba todas y cada una de las noches desde aquel lejano día en que vio su silueta recortada sobre una loma, diciéndole adiós y enviando besos al viento.
Mientras seguía fingiendo leer, pensó en lo que le diría, en el modo en que se identificaría ante él. Imaginó su felicidad al reconocerla, imaginó un beso largo y cálido en los labios, imaginó el principio de una historia que esta vez sí, no se vería bruscamente interrumpida, el principio de un amor que les duraría hasta la vejez.
Se imaginó en su cama, desnuda y ofrecida, lo vio encima y debajo de ella, chupando, arañando, acariciando cada centímetro de su piel, lamiendo sus orejas con la avidez de un niño hambriento y penetrándola tan adentro que le hacía daño, sus piernas enredadas en una madeja de deseo y añoranza.
Lo imaginó abrazándola después del amor, diciéndole al oído palabras inventadas y susurros que sólo ellos dos entenderían, prometiéndole muy quedo que nunca más se separarían, que siempre estarían juntos y que se olvidarían de los años pasados y de las ausencias, para morir cogidos de la mano.
Lo vió colocar cuidadosamente el desayuno en la bandeja y se miró en el cristal. No era su mejor día, pero no importaba… Según se acercaba sentía que su corazón se escapaba del pecho, que le faltaban las fuerzas y quiso parecer tranquila y serena para que él no notase el terremoto que se había apoderado de su mente y de su cuerpo.
No lo vió aproximarse a la mesa tan ocupada estaba en sus ensoñaciones. Cuando lo tuvo delante se sintió culpable por tener sus pensamientos perdidos en otro cuerpo y otras vida, e intentó remedarlo colgándose de su cuello y dándole un beso apasionado con sabor a mentira, deseando con todas sus fuerzas que él no viese esa escena,
.- Póngame a mí lo mismo, por favor…
Esperaba que dijese algo mientras depositaba el café y el cruasán en la mesa. Tenía que reconocerla. Tenía que haberse percatado de que era ella, de que nada había cambiado. Después de todo, seguía siendo la misma. Dime algo, dime algo por Dios. Llámame por mi nombre, dime que todavía te acuerdas de mí y que no me has olvidado y yo me encargaré de que desaparezca todo este tiempo perdido, de ser la única mujer para siempre en tu vida, te juro que no habrá nada ni nadie después de ti…
Cuando él se dio la vuelta, sintió que un nudo se le atravesaba en el pecho y otro aún mayor en la garganta.
Detestaba el café sin azúcar, no soportaba aquél sabor árido y fuerte y siempre pedía dos sobres por si acaso. Los apartó con rabia y bebió el primer sorbo. No se le ocurría nada mejor que hacer para castigarse, para torturarse en ese momento, para olvidarse, para olvidar.
Tenía la esperanza de que cuando él regresase con el para mí lo mismo por favor, se obrase el milagro y llegasen por fin las palabras ansiadas.
Sin embargo no volvió. Lo vio a lo lejos manejar la cafetera y la plancha, y colocar las cosas en la bandeja, mientras susurraba algo al camarero que finalmente sirvió el pedido. Lo vio con la vista empañada, servirse algo que parecía whisky y bebérselo con fruición, como si nada hubiese pasado, como si ella no estuviese allí, como si a él los recuerdos se le hubiesen borrado y aquel verano se hubiese muerto en su corazón.
La boca se le llenó de sabor a café y dolor. Sintió en su lengua la pesadez de la desesperanza y el incipiente anuncio salado de las lágrimas.
Siguió acercando a sus labios a aquella taza llena de café sin azúcar, siguió bebiendo aquel café con sabor a amargura, con sabor a rabia y nostalgia, a pasados enterrados y futuros fusilados antes de nacer, mientras él en la barra apuraba el último trago de tristeza.
Llegó a la cafetería como un vendaval y sin buscar mesa se acercó a la barra. Tenía hambre y tenía prisa.
El camarero estaba plantado ante la cafetera y ella sin disimulo le miró el culo. Siempre se fijaba en los culos de los hombres no podía evitarlo.
Lo observó con descaro y le puso un notable, aunque podría subir la nota a buen seguro. Los pantalones negros de tergal no sientan bien y suelen hacer culo de torero.
De repente lo reconoció, aquella nariz inconfundible, la boca, las orejas, y sobre todo el lunar en la mejilla. Era él. O no, tal vez se confundía, tal vez era una confusión, demasiada casualidad. Había pasado tanto tiempo desde que lo había visto por última vez…
Intentó decirle algo, llamarlo por su nombre, recordarle que era ella, la misma que se había marchado hacía tanto tiempo de aquél pueblo pequeño y asfixiante sin promesas de futuro. Pero no lo hizo. Buscó atropelladamente la primera mesa vacía y encendió un cigarrillo, y sacó un montón de carpetas y fingió revisar papeles para que no se le notase que le temblaban las manos y el corazón, ni que no podía apartar los ojos de aquél hombre que maniobraba detrás de la barra.
Un café pequeño, corto y templado y un cruasán a la plancha.
Rememoró entonces aquel verano en que fueron novios. Aquél verano en que ella era más alta que él y sin embargo se moría por estar a su lado y sentir que con uno sólo de sus abrazos nada le daba miedo.
Los vio bañarse juntos en el rio. Recordó la turbación que le provocaba ver su pecho lampiño, sus piernas delgadas y fuertes al mismo tiempo, la espalda morena y el pelo lacio pegado sobre la frente. Aquella boca que besaba torpemente y aquellas manos que jugueteando desordenadamente debajo de su falda le hacían desear cosas que ni siquiera todavía conocía.
Volvió a mirarlo y pensó que el tiempo había sido benévolo con él. Habían pasado veinte años desde aquél último beso y sin embargo ella podía seguir viéndolo como aquel niño-hombre que aún permanecía en su memoria. El que recordaba todas y cada una de las noches desde aquel lejano día en que vio su silueta recortada sobre una loma, diciéndole adiós y enviando besos al viento.
Mientras seguía fingiendo leer, pensó en lo que le diría, en el modo en que se identificaría ante él. Imaginó su felicidad al reconocerla, imaginó un beso largo y cálido en los labios, imaginó el principio de una historia que esta vez sí, no se vería bruscamente interrumpida, el principio de un amor que les duraría hasta la vejez.
Se imaginó en su cama, desnuda y ofrecida, lo vio encima y debajo de ella, chupando, arañando, acariciando cada centímetro de su piel, lamiendo sus orejas con la avidez de un niño hambriento y penetrándola tan adentro que le hacía daño, sus piernas enredadas en una madeja de deseo y añoranza.
Lo imaginó abrazándola después del amor, diciéndole al oído palabras inventadas y susurros que sólo ellos dos entenderían, prometiéndole muy quedo que nunca más se separarían, que siempre estarían juntos y que se olvidarían de los años pasados y de las ausencias, para morir cogidos de la mano.
Lo vió colocar cuidadosamente el desayuno en la bandeja y se miró en el cristal. No era su mejor día, pero no importaba… Según se acercaba sentía que su corazón se escapaba del pecho, que le faltaban las fuerzas y quiso parecer tranquila y serena para que él no notase el terremoto que se había apoderado de su mente y de su cuerpo.
No lo vió aproximarse a la mesa tan ocupada estaba en sus ensoñaciones. Cuando lo tuvo delante se sintió culpable por tener sus pensamientos perdidos en otro cuerpo y otras vida, e intentó remedarlo colgándose de su cuello y dándole un beso apasionado con sabor a mentira, deseando con todas sus fuerzas que él no viese esa escena,
.- Póngame a mí lo mismo, por favor…
Esperaba que dijese algo mientras depositaba el café y el cruasán en la mesa. Tenía que reconocerla. Tenía que haberse percatado de que era ella, de que nada había cambiado. Después de todo, seguía siendo la misma. Dime algo, dime algo por Dios. Llámame por mi nombre, dime que todavía te acuerdas de mí y que no me has olvidado y yo me encargaré de que desaparezca todo este tiempo perdido, de ser la única mujer para siempre en tu vida, te juro que no habrá nada ni nadie después de ti…
Cuando él se dio la vuelta, sintió que un nudo se le atravesaba en el pecho y otro aún mayor en la garganta.
Detestaba el café sin azúcar, no soportaba aquél sabor árido y fuerte y siempre pedía dos sobres por si acaso. Los apartó con rabia y bebió el primer sorbo. No se le ocurría nada mejor que hacer para castigarse, para torturarse en ese momento, para olvidarse, para olvidar.
Tenía la esperanza de que cuando él regresase con el para mí lo mismo por favor, se obrase el milagro y llegasen por fin las palabras ansiadas.
Sin embargo no volvió. Lo vio a lo lejos manejar la cafetera y la plancha, y colocar las cosas en la bandeja, mientras susurraba algo al camarero que finalmente sirvió el pedido. Lo vio con la vista empañada, servirse algo que parecía whisky y bebérselo con fruición, como si nada hubiese pasado, como si ella no estuviese allí, como si a él los recuerdos se le hubiesen borrado y aquel verano se hubiese muerto en su corazón.
La boca se le llenó de sabor a café y dolor. Sintió en su lengua la pesadez de la desesperanza y el incipiente anuncio salado de las lágrimas.
Siguió acercando a sus labios a aquella taza llena de café sin azúcar, siguió bebiendo aquel café con sabor a amargura, con sabor a rabia y nostalgia, a pasados enterrados y futuros fusilados antes de nacer, mientras él en la barra apuraba el último trago de tristeza.
JOAQUÍN SABINA/ NACIDOS PARA PERDER
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