Hace un rato me he encontrado en Begoña con mi viejo profesor de Dibujo. Aquel que fumaba Ducados en clase y nos organizaba excursiones a la playa para que pintásemos el mar…
Arrastraba una bombona de oxígeno en un pequeño carrito muy parecido al que yo utilizo para dejar un riñón y parte del otro en el Mercadona. Lo supe porque llevaba la goma enganchada en la nariz, y respiraba con dificultad. De lo contrario, habría dado por supuesto que andaba afanado en los recados de media tarde de los jubilados.
Se ha vuelto un ser entrañable, o así lo he visto yo hoy cuando se paró para saludarme. Lo encontré tan viejo, tan diminuto a mi lado, tan indefenso… que me inspiró esa ternura especial que no se por qué motivo me despiertan siempre los ancianos.
Lo cierto es que no tenía muchas ganas de conversación cuando me lo encontré, pero me llamó con su voz cascada por el tabaco- la misma que recuerdo gritándonos porque no éramos capaces de pillarle el truco a la perspectiva caballera- y no tuve más remedio que pararme a hablar con él.
.- Ay, Elenita, sigues tan guapa como siempre, me dijo.
.-Bah, Armando, eso es que me miras con buenos ojos, le contesté un poco roja, que a mí me dan mucha vergüenza esas cosas.
Y allí me tuvo más de diez minutos, interrogándome acerca de mi vida, de mi trabajo, de mi familia, de mis cosas…
Mientras hablaba con él recordé aquél día, el que motivó que durante tanto tiempo le guardase una animadversión sorda e indefinida. Yo tenía quince años, estaba en segundo de BUP lo recuerdo perfectamente.
Llegamos a clase después del recreo. Nos habíamos comido un pincho de tortilla sentados en un banco del parque, aquellos memorables pinchos de tortilla del Musgo, que sabían a gloria…
Me senté en mi mesa y me dispuse a sacar los carboncillos, el papel, el celo con el que pegábamos la lamina al caballete… y de repente lo ví.
Alguien había escrito en la pizarra: “Elena’s balls”, “Elena estás muy buena” y “Elena tienes las mejores tetas del Colegio”. Así todo seguido y en letras grandes y mayúsculas, unas letras que ocupaban toda la pizarra.
Quise morirme al leerlo. Sentí que me ponía roja como un tomate y me levanté inmediatamente muy digna y perfectamente consciente de que unos cuantos pares de ojos se clavaban en mis tetas, como para comprobar si lo que ponía en la pizarra era cierto.
Y le pedí al Armando permiso para borrar la pizarra. Pero el muy cabronazo no me dejó. Me dijo que me sentase y que me pusiese a trabajar… Y eso que lo había visto, cómo no iba a verlo si ocupaba todo el pizarrón. Lo había visto y sin embargo no me dejaba borrarlo. Le habría dado un par de bofetadas en aquél momento.
Así que me volví a mi pupitre roja, no ya sólo de vergüenza sino de rabia contenida y con las lágrimas atascadas en la garganta, como me sucede siempre que tengo que callarme y no puedo contestar.
Y así me pasé toda la hora, sin levantar la cabeza de aquel puñetero trozo de papel que manchurreé con saña y a propósito, jugándome el cero que lógicamente me gané…
No era justo que “aquello” estuviese escrito “allí” durante una hora. Sé que si hubiese tenido unos años más, tal vez me habría encantado, pero por aquel entonces todavía no me acababa de acostumbrar a mi cuerpo de mujer, detestaba mis curvas, y mis tetas y mi culo respingón… Detestaba tener que depilarme y el asedio de la regla todos los meses, y que siempre hubiese algún baboso que te soltase una barbaridad al pasar por cualquier esquina…
Sólo tenía quince años y después de aquél día me dediqué durante algún tiempo a ponerme camisas largas y flojas que tapasen mis tetas y mi culo para que nadie volviese a escribirme burradas en la pizarra, hasta que por fin un día acepté que irremediablemente yo era yo y todas mis consecuencias y que “estar tan bien hecha” como siempre me ha dicho con orgullo mi madre, tenía sus ventajas…
Cuando me despedí de él, y lo ví alejarse Begoña arriba con su carrito de oxígeno a cuestas, tuve la sensación de que habían pasado mil años desde aquél día. Y llevo toda la tarde colgada de la nostalgia y de la certeza de que el reloj de la vida pasa inexorablemente y sin detenerse ni un segundo, ni un puñetero segundo. Me parece increíble haber tenido quince años alguna vez...
Arrastraba una bombona de oxígeno en un pequeño carrito muy parecido al que yo utilizo para dejar un riñón y parte del otro en el Mercadona. Lo supe porque llevaba la goma enganchada en la nariz, y respiraba con dificultad. De lo contrario, habría dado por supuesto que andaba afanado en los recados de media tarde de los jubilados.
Se ha vuelto un ser entrañable, o así lo he visto yo hoy cuando se paró para saludarme. Lo encontré tan viejo, tan diminuto a mi lado, tan indefenso… que me inspiró esa ternura especial que no se por qué motivo me despiertan siempre los ancianos.
Lo cierto es que no tenía muchas ganas de conversación cuando me lo encontré, pero me llamó con su voz cascada por el tabaco- la misma que recuerdo gritándonos porque no éramos capaces de pillarle el truco a la perspectiva caballera- y no tuve más remedio que pararme a hablar con él.
.- Ay, Elenita, sigues tan guapa como siempre, me dijo.
.-Bah, Armando, eso es que me miras con buenos ojos, le contesté un poco roja, que a mí me dan mucha vergüenza esas cosas.
Y allí me tuvo más de diez minutos, interrogándome acerca de mi vida, de mi trabajo, de mi familia, de mis cosas…
Mientras hablaba con él recordé aquél día, el que motivó que durante tanto tiempo le guardase una animadversión sorda e indefinida. Yo tenía quince años, estaba en segundo de BUP lo recuerdo perfectamente.
Llegamos a clase después del recreo. Nos habíamos comido un pincho de tortilla sentados en un banco del parque, aquellos memorables pinchos de tortilla del Musgo, que sabían a gloria…
Me senté en mi mesa y me dispuse a sacar los carboncillos, el papel, el celo con el que pegábamos la lamina al caballete… y de repente lo ví.
Alguien había escrito en la pizarra: “Elena’s balls”, “Elena estás muy buena” y “Elena tienes las mejores tetas del Colegio”. Así todo seguido y en letras grandes y mayúsculas, unas letras que ocupaban toda la pizarra.
Quise morirme al leerlo. Sentí que me ponía roja como un tomate y me levanté inmediatamente muy digna y perfectamente consciente de que unos cuantos pares de ojos se clavaban en mis tetas, como para comprobar si lo que ponía en la pizarra era cierto.
Y le pedí al Armando permiso para borrar la pizarra. Pero el muy cabronazo no me dejó. Me dijo que me sentase y que me pusiese a trabajar… Y eso que lo había visto, cómo no iba a verlo si ocupaba todo el pizarrón. Lo había visto y sin embargo no me dejaba borrarlo. Le habría dado un par de bofetadas en aquél momento.
Así que me volví a mi pupitre roja, no ya sólo de vergüenza sino de rabia contenida y con las lágrimas atascadas en la garganta, como me sucede siempre que tengo que callarme y no puedo contestar.
Y así me pasé toda la hora, sin levantar la cabeza de aquel puñetero trozo de papel que manchurreé con saña y a propósito, jugándome el cero que lógicamente me gané…
No era justo que “aquello” estuviese escrito “allí” durante una hora. Sé que si hubiese tenido unos años más, tal vez me habría encantado, pero por aquel entonces todavía no me acababa de acostumbrar a mi cuerpo de mujer, detestaba mis curvas, y mis tetas y mi culo respingón… Detestaba tener que depilarme y el asedio de la regla todos los meses, y que siempre hubiese algún baboso que te soltase una barbaridad al pasar por cualquier esquina…
Sólo tenía quince años y después de aquél día me dediqué durante algún tiempo a ponerme camisas largas y flojas que tapasen mis tetas y mi culo para que nadie volviese a escribirme burradas en la pizarra, hasta que por fin un día acepté que irremediablemente yo era yo y todas mis consecuencias y que “estar tan bien hecha” como siempre me ha dicho con orgullo mi madre, tenía sus ventajas…
Cuando me despedí de él, y lo ví alejarse Begoña arriba con su carrito de oxígeno a cuestas, tuve la sensación de que habían pasado mil años desde aquél día. Y llevo toda la tarde colgada de la nostalgia y de la certeza de que el reloj de la vida pasa inexorablemente y sin detenerse ni un segundo, ni un puñetero segundo. Me parece increíble haber tenido quince años alguna vez...
PARAÍSO/ PARA TÍ
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